jueves, 1 de mayo de 2008

la belleza de algo que no es poesía.

Por costumbre solo pongo poesías ( y además poesías mías) en el blog. Pero la verdad este texto por lo que significa creo que es tan bello, como la mejor poesía que alguna vez leí, es el texto de Camilo Retana leido en Nuevas Voces en Ciencias Sociales comentando la ponencia de Adriana Sanchéz, la cercanía complice y amistad con los dos hace que el texto sea más bello aún.


De locura, medios escritos y Chaparrón Bonaparte

I

Cuando pienso en la locura, antes que en Foucault, pienso en Chaparrón Bonaparte. Su pregunta recurrente a Lucas Tañeda me preocupó durante toda la adolescencia y parte de la niñez: “Lucas: ¿sabías que andan diciendo que tu y yo estamos locos?”. “No hagas caso Chaparrón, no hagas caso”. Entonces Chaparrón deliraba de nuevo, imaginaba un mounstro, o una bicicleta, o un vaquero, venía la vecina a pedir una tacita de azúcar y la pregunta quedaba en el olvido.

Antes que a Foucault, cuando pienso en la locura, veo a Lilo Papaya –el loco de mi barrio que le hablaba a las flores–, a Pollo Tonto –el loco del barrio vecino que casaba mariposas– y a Pollo Loco –el loco que iba de mi barrio al barrio vecino buscando tesoros en los tarros de basura–. Finalmente, cuando pienso en la demencia, antes que pensar en libros, recuerdo el día en que la locura tocó mi puerta y uno de los responsables de engendrarme salió de casa al asilo, para no volver más nunca.

II

La locura, no solo para los locos mencionados, sino también para esa especie de demente sofisticado que fue Michel Foucault –Gilles Deleauze llegó a afirmar que Foucault utilizaba el estudio de la historia como un medio para no enloquecer (Miller, 1993, 163)– es, ante todo, una experiencia. En tanto experiencia, la demencia escapa a todo intento de explicación racional. Un psiquiatra y algún psicólogo desubicado (en esto último la propia Adriana me corrigirá si me equivoco) podrían ver en la pregunta de Chaparrón a Lucas un asomo de “curación”. Chaparrón, en medio de su desvarío, se pregunta si él y su compañero no estarán, como lo dice la gente, simple y llanamente locos. En la locura de Chaparrón, en la de Pollo Tonto y Lilo, y también en la de Chuky y los piedredos y locos piromaniacos del Diario Extra, los actos rechazan el principio básico y necesario para toda moralidad: la causalidad. Los actos del loco no son analizables a partir del principio de responsabilidad. Esto, por cierto, lo saben bien los abogados: a menudo la única salvación para sus clientes es demostrar que el crimen estuvo motivado por algún tipo de insania. Frente a la imposibilidad de explicar qué motiva un acto de locura, esta se convierte en su propia causa. Un filósofo diría que la demencia deviene así causa incausada. Lo que Chaparrón pregunta, en otras palabras, es si no habrá una explicación para sus actos. Hay, por lo tanto, un resabio de super yo a lo interno de su psique que, como decía antes, provocaría entusiasmo aún al más escéptico de los psiquiatras.

Esta operación mediante la cual intentamos conquistar la mente supuestamente retorcida del loco es llevada a cabo en Costa Rica, como lo demuestra el trabajo de Adriana Sánchez, no únicamente por la psiquiatría, sino también por los medios de comunicación colectiva (puntualmente por la prensa escrita). Contrario a lo que se podría derivar de un análisis apresurado, del análisis de Sánchez se concluye que tanto La Nación como La Extra no se limitan a reproducir los lugares comunes de la psiquiatría alrededor del tema de la locura, sino que por el contrario estos dos medios construyen un tipo de discurso que combina elementos religiosos, místicos y de psicología popular que solo en algunas circunstancias se fundamentan en la ciencia propiamente dicha. Lo que en todo caso no varía es la obsesión, propia de las sociedades modernas, por dar una explicación a lo que no la tiene, en este caso el acto de locura. En esto coinciden tanto La Nación y La Extra como Freud, la religión, la neurología y hasta esos análisis políticamente correctos e ingenuos que señalan que la locura es un producto del capitalismo. En todos esos entramados discursivos hay un denominador común: la locura debe poder ser explicada; la locura es algo. No obstante, desde Foucault, pareciera claro más bien que la locura no es otra cosa que la historia de sí misma: el resultado de un conjunto de saberes que compelen a los diferentes a disfrutar de la calma provista por la razón. De ahí las expresiones “recuperar el juicio”, “volver en sí”, “retornar a los cabales”: hay un afuera de la razón que es turbulencia, desasosiego, anormalidad, pero “por suerte”, se afirma con entusiasmo, siempre podemos volver a la justa razón, la cual es asociada metafísicamente a una pretendida naturaleza humana. La ética, el derecho y la ciencia tienen en común construirse a partir de ese imaginario de un sujeto racional, cuando lo cierto del caso es que lo anormal ha encontrado desde siempre un sitio (contrahegemónico) en la sociedad. Hipócritamente, desde Erasmo, la locura es, en lo momentos que conviene, elogiada de manera ambigua porque logra producciones artísticas que ningún sano podría haber llevado a cabo. La trampa es la misma: se evalúa en términos racionales lo que fue producido por la sinrazón; se elogia para no entrar en pánico.

III

No es de sorprenderse que en La Extra, y sobre todo en La Nación, la locura aparezca no solo como un fenómeno enteramente explicable en términos de la razón, sino que además se presente como un mal conjurable. Dentro del análisis que realiza Adriana Sánchez se destacan los matices que hay dentro de la cobertura realizada por cada uno de estos dos medios y se llega a la conclusión de que en el caso de La Nación se opta por soluciones seculares al “mal” de la locura, mientras que en La Extra se privilegian los mecanismos de control más abiertamente coercitivos: la policía y el sistema judicial. ¿Porqué nos resulta la locura tan amenazante? ¿Porqué aún dentro de los skeetch de Chespirito, Chaparrón increpa a su amigo no sin un poco de angustia y culpa preguntándole si “no será que tú y yo estamos locos”? ¿Porqué Lilo y Pollo Tonto despertarán invariablemente risas incómodas y comentarios en mis vecinos?

Una cosa pareciera clara: no sabemos guardar silencio frente a la locura. No solo nos empeñamos en explicarla a partir de nuestros parámetros racionales sino que también aseguramos que debe haber una manera de recuperar a estos sujetos. Ya sea que el origen de la locura sea un demonio (el exorcismo está siempre a la mano), un conjuro (para eso existe el Padre Nuestro) o una enfermedad (según los datos de Sánchez en los últimos cuatro años cada dos días se publicó en La Nación alguna noticia relacionada psiquiatría, psicología o patologías clínicas) esta debe poder ser extirpada de la sociedad ¿La razón? En nuestra época no podríamos desligar este fenómeno de las necesidades capitalistas de maximizar la producción. En este contexto es un desperdicio imperdonable que un sujeto, por anormal, no trabaje. Si nos atenemos a la aseveración de Freud según la cual un loco es aquel sujeto que no puede amar ni trabajar, entendemos porqué tanta preocupación por “curar” la locura. Obviamente, cuando se habla en este contexto de la cura de lo que se trata es de volver a insertar al sujeto dentro de las fuerzas productivas. De ahí el anonadamiento con el caso del homicidio en la Embajada de Chile: si el autor del crimen trabajaba… ¿estaba loco?

IV

Pero la locura no es solo una fuga de los canones racionales, una huída a la noche oscura donde el loco, oculto, celebra lo que a la luz del día le costaría la vida. La locura no es solo el quebrantamiento (subversivo si lo queremos ver así) de todos los lineamientos racionales que tanto costó trazar a la modernidad. La locura también es dolor, sufrimiento. De ahí que cuando emprendemos una crítica de la psiquiatría o de la cobertura patologizante que los medios escritos realizan sobre la locura, deberíamos dejar en claro que estamos en frente de un proceso que convierte el dolor en espectáculo. Jaison, Chukie, Wahaping Lucas, los Teletubbies y los Polacos: ¿cuánto dolor no hay detrás de esos personajes? Por eso la prensa cubre el hecho como si se tratara de algo extravagante, inaudito, fantástico. La fantasía, a menudo, no nos permite ver más allá de nuestro extrañamiento. En este caso, eso que está más allá de la cobertura amarillista o pseudocientífica que realizan La Nación y La Extra es algo demasiado doloroso como para que lo tematicen Julio Rodríguez y sus secuaces. Dejémoslo claro: desde la oficina amueblada y con aire acondicionado del Grupo Nación nada sensato se puede escribir sobre gente que sufre. Donde hay dolor este tipo de gente solo ve la chiripiorca. Por eso me suelen estorbar también esas otras imposturas que pretenden homenajear al loco: ¿qué sabemos nosotros de la locura?, ¿qué podemos decir de ella arrellanados en un sillón o entre los libros de una biblioteca? Aclaro que este no es el caso del artículo que hoy comento, pero me parece que es un hecho que la Universidad no carece de esos personajes que se escandalizan frente al dolor ajeno y consideran que redimen ese dolor homenajeando al herido. En nombre de una supuesta conciencia emancipadora se erigen salvadores de la humanidad y hablan de los pobres, los locos, el proletariado y los vencidos, asegurando que los representan. Y son tan buenos que incluso dedican libros completos a esos desgraciados. Acaso la postura más digna frente a los que sufren más que nosotros sea sencillamente callarnos y escuchar un poco.

V

Me parece que Adriana es una lectora de Foucault. Yo también lo soy. Hace algún tiempo, alguno de los presentes lo recordará, se realizó un seminario sobre las relaciones de Fuocault con otro pensador francés. Ya desde entonces traigo una preocupación y creo que este es el espacio adecuado para compartirla. Ser lector de Foucault desde América Latina (lo mismo ocurre con autores como Marx, y la filosofía crítica en general) exige una labor de contextualización que algunas veces se pasa por alto. Hoy por hoy, sin duda, para analizar la sexualidad, la locura, el crimen o la enfermedad, aún en América Latina, hay que pasar por Foucault. La teoría foucaultiana del poder, sin duda, provee elementos importantes para pensar las asimetrías que tienen lugar en nuestro subcontinente, pero dichos elementos no están diseñados directamente para pensar nuestra realidad inmediata. En este sentido, para pensar como latinoamericanos con Focuault hay que pensar primero contra él. No me malentiendan (pero tampoco le digan esto a nadie): les habla un foucaultiano. No obstante, me parece que el tema de la locura en América Latina está atravezado por otros ejes que la genealogía crítica no contempla. Un análisis que no incorpore esas variables estará condenado a repetir a Foucault a la manera en que una viejita repite el rosario. ¡Y así se llevan a cabo seminarios completos! Créanme: no falta quien, a la salida de esas actividades, tiene que vencer la tentación para no salir hablando en francés.

VI

Cuando terminaba Chespirito solía preguntarme qué harían Chaparrón y Lucas en sus horas libres, es decir, cuando no aparecían en televisión. Después supe mejor qué era la locura y entonces comprendí que probablemente sufrían sin ton ni son. La misma pregunta que yo me hacía con Chespirito es la que nos invita Adriana a realizar cuando cerramos el periódico. Más allá de esos estigmas que pululan en la prensa, ¿qué ocurre con esos hombres que se lanzan desde cuartos pisos, esos que se suben a la punta de una torre de conducción eléctrica y se arrojan al vacío? ¿Qué pasa cuando cesan los flashes y Manuel Pérez, y el Chichi y Wahapin y Griselda vulven a comer mierda debajo de los puentes? Es cierto que las noticias de los diarios omiten, por dolorosa, la pregunta. Pero vivir como si todo esto no existiera no hace la realidad menos pueril.

La locura es más que un psiquiatra vestido de gabacha con pastillas en la mano, o la foto de una mujer poseída por el diablo. En mi caso, por ejemplo, es la silueta de mi padre, marchándose, cuando yo tenía seis años.

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